domingo, 13 de diciembre de 2015

VOLVER A LA TIERRA EN CADA GESTO -BREVE ELOGIO DE LO SENCILLO-

 
 
Nunca el ser humano en toda su andadura por la historia estuvo más lejos de la tierra. Y nunca sintió mayor desapego por su terruño, sus animales, sus plantas, sus ríos y sus valles, sus noches estrelladas, su rocío y su escarcha, su viento, sus nubes y su lluvia. El milagro inexplicable de un pomelo.

Nos protegemos de todos esos elementos, que son precisamente los que nos dan la vida, nos ocultamos de ellos y los ignoramos, tanto que en las grandes ciudades apenas se pueden contar tres o cuatro estrellas y la naturaleza llega tan matizada a sus habitantes que poco o nada saben de ella.
 
Pero es la tierra la que nos regala, con el esfuerzo de quien la trabaja, milagros como una mandarina, un repollo o una lechuga de hoja de roble. Es la tierra la que sustenta a todos los animales que luego aparecen presentados asépticamente en los lineales del supermercado, descuartizados. Porque aquí el concepto de sinergia desaparece completamente en favor de la productividad y del beneficio económico. Y en detrimento de la vida misma de los animales sacrificados.
 
Del cerdo se aprovecha absolutamente todo, qué duda cabe, salvo el cerdo en sí mismo.
 
Vivimos de espalda a la naturaleza ignorando que somos parte de ella, que la vida no brota en las cámaras frigoríficas, que el agua no mana de botellas de sugerentes nombres comerciales y que el cielo es algo más que parte de un decorado.
 
Yo vuelvo a tumbarme sobre los graníticos canchales de las sierras, y siento en mi piel el pálpito del mundo y el calor de sus entrañas.
Camino descalzo y comprendo un poco mejor la manera en la que Dios nos habla.  
Abrazo a un olmo, y a una encina, y a un olivo. Y me inclino ante la majestuosidad de un brote de menta.

Declaro la importancia de lo sencillo y llano. Requiero el cobijo del cielo y busco abrigo entre las peñas. Me gusta el olor de la tierra mojada, del centeno y el trigo, de la cebada, del pan recién hecho, de una colada entre dos palos, de un cubo lleno de aceitunas recién vareadas y de un castillo de arena.
 
Y mejor que nos vayamos acostumbrando al olor de la tierra, y que nos vaya gustando, porque más pronto que tarde todos volveremos a ella. Como escribían los romanos en los enterramientos de los seres amados, "Sit tibi terra levis".