jueves, 6 de diciembre de 2007

Chronos o el ansia de morir.

Una pesadilla molesta me despertó a media noche. Soñaba que había olvidado dar cuerda a mi querido reloj de pulsera antes de elevar al cielo las consabidas oraciones; tres aves marías y un padre nuestro. Las necesarias plegarias para rogar por un nuevo día pleno de trabajo y de cumplimiento. En el sueño, mi venerado “Tempus Fugit”, herencia de mi padre, dejaba para siempre de latir víctima de un fatal olvido. A la vez, mi despertador electrónico, una joya moderna e inviolable de la técnica, se veía privado del necesario impulso eléctrico y sus alegres y vistosos dígitos dejaban lugar a una pantalla simplemente oscura. Soñé por último que el carillón se rompía en mil pedazos cayendo una y otra vez, como a cámara lenta, por unas interminables escaleras que finalmente desembocaban en un prado salpicado de colores. Apenas alcanzaba a ver lo que había escaleras arriba, pues éstas jugueteaban promiscuamente con un mar de nubes, también de colores, aunque algo más apagados. Excitado y titubeante abrí a toda prisa el cajoncito de la mesilla y comprobé con gran descanso que el “Tempus Fugit” se encontraba en perfectas condiciones. Estaba a oscuras, pero podía escuchar su mágica cadencia, con lo que el alivio fue completo. Lo acerqué al oído derecho, lo acaricié y sonreí. Aún conservaba en los extremos de sus manillas algo de ese brillo fosfórico que acabó por iluminar mi rostro y mi espíritu. Encendí unos instantes la lamparilla, comprendí que todo se encontraba en perfecto orden y juzgué conveniente intentar reconciliar el sueño, que por fuerza debía ser ya algo más placentero. El descanso aún habría de durar unas horas más...
Lo hago todas las mañanas, aún en verano. El despertador, en forma de música más o menos clásica, me aleja sin demasiadas estridencias, suavemente, del gran paraíso, a veces refugio, a veces infierno, a las seis treinta. Es una puntualidad electrónica que no deja lugar a la duda. Incluso tiene un pequeño dispositivo que permite al ingenio seguir funcionando sin falla aún cuando ha habido un corte en el suministro eléctrico, por lo que aquella primera pesadilla me pareció terriblemente innecesaria y absurda. El querido “Tempus Fugit” sólo lo utilizo algunos días de fiesta, muy señalados, lo que no quiere decir que no le dedique también todas las mañanas unos cuantos segundos para alimentar sus desnutridas entrañas y dar lustre a esfera, cuerpo y correa. Para la época del año en que nos encontrábamos, finales del verano, demasiada poca luz entraba en la habitación. Los objetos no parecían estar muy seguros de querer despertar, su condición no era todavía lo suficientemente sólida, eran inconcretos y de aspecto difuso. -Déjanos un ratito más, susurraban-. Mala señal, pensé. Hay nubes en el cielo. Para verificarlo hube de revolverme en el interior de mi lecho y despojarme con gran arrojo de la colcha que cubría mi cuerpo, a su vez enfundado en un chandal con el que jamás practiqué deporte alguno. Me senté sobre el borde de la cama e intenté poner en orden mis pensamientos, y en tal postura resultó imposible no recordar aquel sueño, que cualquiera juzgaría como desasosegador. Me sentí triste, extraño y jodido. Malditas pastillas para dormir. Mis sueños ya no son lo que eran...
Algo reconfortado al culpar de mis pesadillas a los responsables de algún laboratorio farmacéutico, tomé fuerzas y me acerqué a la ventana, ante la que mis sospechas alcanzaron grado de evidencia. Llovía, y curiosamente no escuchaba nada anormal en el falso tejadillo. Llovía con fuerza y delicadamente al tiempo. Los cristales no estaban salpicados, no soplaba el viento y desde luego no había rastro de tormenta. Pero había algo indudable; los charcos estaban ahí, sobre la acera y sobre el asfalto, y al ponerme las gafas no tuve dificultad en advertir las señales que las pesadas gotas dejaban, al caer, sobre ellos.
Bueno, bueno, bueno, no hay duda. Tampoco hay porqué preocuparse demasiado. Llueve. Ya me he levantado. Son las seis treinta y dos, las seis treinta y cinco todo lo más. Está lloviendo, sólo es lluvia.
Todos los días cumplo el mismo protocolo porque, de llover, lo que sucede con intolerable frecuencia, en el mismo instante que me levanto debo ir a toda prisa y cumplimentar todas las rutinas de aseo y orden hasta poder salir de casa camino de la parada del autobús.
Si no llueve, aún puedo rezongar en la cama otra media hora, que es, desde luego, la más placentera de cuantas tiene un día completo, veinticuatro. No acabo de reconciliar el sueño, pero tampoco estoy despierto, lo que hace a este rato tan apetecible. Si no llueve puedo ir a la planta donde trabajo en mi propio ciclomotor, acortándose más que notablemente el tiempo empleado en recorrer el mismo kilometraje. Más hoy no era el caso y debía comenzar con agilidad las tareas de costumbre. Así, treinta y cinco minutos después, ya estaba esperando en la parada de los números once y ciento treinta y cuatro el colectivo que habría de llevarme, como todas las mañanas que llueve, a la periferia de la ciudad, donde se encuentra la empresa de tratamiento de residuos plásticos y polímeros especiales para la que trabajo como cronometrador de tiempos muertos y de actividad efectiva. Es impresionante lo que se puede llegar a saber después de dieciocho años desarrollando la misma tarea. Lo sé todo de esos perezosos de cuello azul; cualquier excusa es buena para ausentarse del puesto y dejar a la compañía en una situación comprometida. En una ocasión, durante los primeros años en la planta, descubrí a un holgazán que pasaba, de media, una hora y cincuenta y seis minutos al día sentado en la taza. Inadmisible, desde luego. Mi informe no dejaba lugar a errores o las acostumbradas diarreas crónicas; el dictamen fue concluyente y el parásito fue apartado de la compañía al día siguiente. Gracias a mis sesudos y eficaces informes, la empresa se deshace todos los meses de los dos peores empleados, que son, naturalmente, aquellos que producen menos y que por tanto en menor medida contribuyen a la generación del beneficio empresarial. Sé que decir "cronometrador de tiempos" es una redundancia, yo también di dos o tres años de griego -o latín, qué más da- en el colegio, pero así es como figura en mi carné del sindicato. Ni que decir tengo que siempre como solo, pues el otro cronometrador de tiempos que quedaba en plantilla fue también despedido tras mi último informe. Nadie me habla en el trabajo, excepto mis superiores, casi siempre a gritos. En una ocasión estuve sin decir y recibir palabra durante sesenta y dos horas y cuarenta y un minutos seguidos. Todo un logro que luego tiene su prolongación en el silencio de la habitación alquilada que intento convertir en mi hogar. La renta no es muy alta y la soledad en su interior es inmensa. Quizá mis vecinos también sepan que soy cronometrador de tiempos en la fábrica y por eso no me hablen, todo es posible en una sociedad multimedia.
Como quiera que fuera, la espera en la parada del autobús se estaba prolongando más de lo habitual, pasaban ya cinco minutos de su peor retraso, hace ahora seis años y medio, debido entonces a una manifestación contra la subida del pescado en salazón. Hoy sería la lluvia, que con ser pesada, no era suficiente excusa.
¡Dios, voy a llegar tarde, voy a llegar tarde al trabajo! ¡Todos mis compañeros se van a reír de mí! ¡Mis superiores van a humillarme y quien sabe si incluso pudieran pegarme! ¡Un cronometrador de tiempos llegando tarde al trabajo!
Hice unos rápidos cálculos mentales, lo suficientemente ligeros como para no tener que emplear más material que mi cerebro... Si ahora regreso corriendo a casa a coger el ciclomotor, esto me llevaría siete minutos más, que podría ahorrarme al hacer el trayecto un treinta por ciento más rápido que en transporte público, o incluso un cuarenta, dado lo pertinaz de la lluvia... No, no lo comprendo... Ayer la mujer del tiempo pronosticó chubascos dispersos por el área de la sierrita, pero esto no es un chubasco disperso, el cielo está decididamente encapotado y en el mejor de los casos muy probablemente siga lloviendo al menos un par de horas más. Sólo si el autobús llega con un retraso superior a veintidós minutos podría empezar a resultarme conveniente ir por mis propios medios, aún a riesgo de llegar empapado del todo. No sé...
Entretenido en tan elevados pensamientos, el autobús que cubre la linea La Conchita, Cruz Santa, La Quinta, Avenida de Maipú, Punta Alta, Valeria, Cariló y finalmente Polígono Ortigosa, llegó con algún estrépito. Mala suerte de nuevo. Mi autobús es el otro, el que cubre la línea Padre Sifón, Santa Teresita, La Costalera, Avenida del Eterno Descanso, San Bernardino, Mar de Fondo, Centro Comercial Los Tubos y finalmente Parque Industrial San Frutos -mi parada-. Al abrir la puerta para dar entrada a los numerosos pasajeros que ante ella se agolpaban visiblemente irritados, pregunté al conductor si sabía con qué demora habría de llegar su compañero, el del ciento treinta y cuatro, pero naturalmente no obtuve respuesta. Y si me oyó o no, es lo de menos, porque estos conductores suelen tener todos el mismo mal humor. Hay que reconocer que si los países vecinos tienen algo bueno es que allí los conductores de autobuses están obligados por ley a sonreír cada vez que se dirigen a un ciudadano que paga sus impuestos.
"Buenos días, haga usted el favor de sonreírme al darme el cambio y el billete o le denuncio". Y el infeliz va y te sonríe, aunque tenga los huevos a punto de estallar, y es que un trabajo por mantener exige mucho... Pero aquí tales refinamientos no han llegado, y te debes dar por satisfecho si no quedas aprisionado entre las dos puertas mecánicas o si ya una vez dentro, nadie te escupe y te arruina el lustre de los zapatos. O si no pierdes la cartera en un tonto descuido, vaya y vaya con los carteristas y descuideros. La semana pasada tuvimos que linchar a un revisor muy pillo que mientras cumplía con sus obligaciones de comprobar el billete y su importe en relación al trayecto efectivamente seguido, se sacaba un dinerito extra revisando las carteras de los desprevenidos viajeros. Ese no volverá a robar.
Decidí esperar; en la parada apenas quedábamos la mitad de los que estábamos en el momento de mi llegada. Unos tomaron el once, otros se pelearon por los pocos taxis que circulaban libres, otros optaron por volver a casa, como si el día no hubiera comenzado aún y dar así por perdida toda una jornada de trabajo, lo cual es bastante habitual aquí, pero yo no podía permitirme tales lujos, aparte del sufrimiento moral que aquello pudiera conllevar. Me esperaban muchas horas, libreta, boli y crono en mano, y silbato en el bolsillo. No podía fallarle a mi empresa. Era el último cronometrador realmente eficaz que les quedaba, y ahora no podía volverles la espalda. Me necesitan. Y además, gracias a la compañía, que retribuye justamente los esfuerzos de sus empleados, puedo permitirme vivir más que holgadamente en una habitación alquilada de un barrio coqueto en el que rara vez se producen disturbios. Y por si esto fuera poco, incluso estoy pensando en comprarme una mascota, un hámster, posiblemente, aunque prefiero no aventurar nada, pues estos dispendios necesitan de la planificación previa y el ahorro concienzudo. A fin de cuentas sólo llevo trabajando dieciocho años para Plastidor y de todos es sabido que el mejor ahorro es el que se consigue con esfuerzo y trabajo bien hecho. El dinero fácil, fácilmente se malgasta, y yo no soy de esos. No me gusta derrochar, ni jugar a nada, ni perder el tiempo charlando delante de un vasito de vino, ni hacer concebir infundadas esperanzas a las mujeres que buscan un matrimonio rápido y conveniente que las permita malvivir con desahogo. Si estudié leyes durante once años fue para trabajar para Plastidor, y no para perder el tiempo. Valoro demasiado mi trabajo y mi vida como para tirarlo todo por la borda, ahora que tan cerca estoy del triunfo personal, a cambio de una confusa promesa de felicidad. Felicidad, felicidad... Eso es todo lo que nuestros profesores y padres nos enseñaron a buscar y a amar, pero... ¿Quién nos enseñó a amar a nuestra empresa? ¿Quién nos habló de la lealtad a la compañía? Si los demás pensaran como yo, no habría tanto absentismo laboral ni tanto borracho, ni tanto desbarajuste.
¡Ay Dios, que llego tarde! Recuerdo tirar entonces el cigarrillo, con la esperanza de que al haberlo encendido, al momento haría acto de presencia el ciento once. Pero ni con esas. Pasaba un minuto del instante a partir del cual mi puesto de trabajo corría verdadero peligro. En Plastidor no se andaban por las ramas, a la mínima te despedían, y es lógico, pues si tu no estás dispuesto a desarrollar tu función con solvente presteza y gran ánimo, ellos se encargan de buscar a otro que posiblemente si lo esté, o que al menos necesite con mayor urgencia el dinero.
¡Salvado! A unos ciento cuarenta metros aparecía a lo lejos, aguardando al verde, el autobús que habría de llevarme a mi destino.
Oiga, usted que parece tener buena vista... ¿Es el once? Mire usted bien, por favor... ¿Verdad que es el once?
No sé... no sé... Puede que sí, aún no se ve muy bien. Yo estoy esperando al ciento treinta y cuatro, ¿Y usted?
!Huy el ciento treinta y cuatro! Pues ya puede tener paciencia, pasó justo antes de que usted llegara, y bien podría faltar para el próximo otra media hora. Yo voy a trabajar a mi empresa; me están esperando y no debo fallarles. El año pasado falté dos días por baja médica. Me operaron de un riñón, me lo extirparon, ¿Sabe? Los del hospital querían dejarme al menos quince días más en cama, pero mi empresa no puede permitirse una baja tan prolongada... ¿Y usted adónde va?
A dar una vueltecita, nada especial. Me gusta salir un poco de casa a ver cómo llueve. Yo no hago nada importante, me gusta ver llover. ¿Y usted?
Yo tengo un puesto de trabajo, y no me dedico a ver llover o a observar cómo el resto de los ciudadanos se afanan por llegar puntuales a la cita con su ocupación. Usted debe ser de los que se ríen cuando a alguien le pasa alguna desgracia. Pero en algo tiene razón: !Este país es desesperante¡ Aquí nada funciona ni nada llega a tiempo. Pruebe usted a mandarse una carta a sí mismo. Le garantizo que en el mejor de los casos nunca le llegará antes de una semana. Yo lo hago a menudo, simplemente para ver si mejora el servicio. La primera vez que me mandé una carta acababa de alcanzar la mayoría de edad. Tardó entonces quince días, y eso que llevaba un pequeño extra de timbre. No me importó mucho la tardanza; por aquel entonces no tenía grandes cosas que contarme y no esperé con demasiada inquietud recibirla. Eso sí; ahora las cosas han cambiado y las misivas son mucho más fluidas e interesantes. Las recibo a montones. ¿Sabe usted de lo que le hablo? Sólo hay que cogerle el truco al tiempo de retraso. Dependiendo del día que la eches, los días de retraso respecto del retraso medio pueden ser uno, dos y hasta tres. ¿No le parece a usted interesante? La relación epistolar es una muy sana costumbre que va perdiendo fuerza... ¡Ahora la gente se muere por tener un teléfono en casa!
Efectivamente era el once, que ahora abría sus puertas. Estaba atestado.
Este demonio es capaz de no dejarme subir, pensé con gran preocupación... Le miré con la expresión más triste y necesitada que mis músculos faciales fueron capaces de ofrecer. Sólo faltaban un par de lagrimitas, pero no había tiempo...
Aquí los conductores de autobús no llevan uniforme y cada cual va vestido como le da la real gana, dando una imagen de descuido y falta de previsión muy desalentadora. La mayoría son jóvenes, algunos no tienen ni carné de conducir y seguramente, también la mayoría, echa de menos un pequeño televisor en casa. La compañía de transportes no tiene ninguna vergüenza, carecen por completo de visión a largo plazo, no existen los objetivos y mucho menos la misión y la cultura empresarial, y lo único que les interesa son los dividendos inmediatos. El dinerito fresco, contante y sonante. Así les irá.
Como pude me hice un hueco entre la muchedumbre y los gritos maleducados de cuantos intentamos entrar. El colectivo reemprendió la marcha con las puertas a medio cerrar y, naturalmente, medio cuerpo mío fuera.
¡Dios! ¡Me estás ensuciando el traje, imbécil! ¡Para, para te digo!
Pero con el gran alboroto nadie se había percatado de mi difícil situación, y además el conductor nunca hubiera podido verme, por el gran número de cuerpos retorcidos y aprisionados que había entre ambos. Pasados unos angustiosos segundos, unos treinta y cinco o cuarenta, no recuerdo con total exactitud, me las ingenié para acabar de meter el cuerpo en el interior del vehículo; tenía las dos perneras llenas de grasa. Aquello no era lo más importante, pues en la taquilla de la fábrica me esperaba un reluciente mono blanco que me distinguía con elegancia de los trabajadores menos cualificados, los "blue collar".
Sin embargo, había algo en todo ello que me fastidiaba. Es el retraso. No, no ya el retraso con el que iba a llegar a mi destino, sino los muchos años que nos separaban de las naciones verdaderamente civilizadas, aquellas donde la gente muere libremente de un empacho por las calles. Queramos o no, estamos todavía muy lejos de ellos. No hay más que viajar un poquito o, en su defecto, encender la televisión, si la tienes. Yo no tengo.
Fueron pasando las paradas, y con ellas, la situación en el autobús se fue desahogando lo suficiente, hasta que me llegó el turno de sentarme. Las banquetas son de madera, no visten siquiera un mísero acolchado que libre a las asentaderas de los continuos baches, que salpican por todas partes el asfalto cuando lo hay, y si no, los caminos de tierra, que ahora son un auténtico barrizal. Cada vez que llueve es tremendo cómo se pone todo, y la frágil infraestructura del país luce su peor cara. Intenté olvidar que llegaba tarde al trabajo, pensando que no podía hacer nada por evitarlo, de manera que me dediqué a observar a las personas que aún quedaban en el autobús. Y el primero que vi fue precisamente el que no debía estar, aquel señor de la parada que estaba esperando el ciento treinta y cuatro y no el once, y que simplemente salía a la calle a ver llover un poquito. Estaba cómodamente repanchingado sobre el asiento, dando una sensación de placidez que lo distanciaba de todo. De vez en cuando miraba por la ventana, comprobaba que aún seguía lloviendo y que aquello no tenía pinta de parar, lo cual parecía reconfortarle. Para más inri, estaba fumando un enorme cigarro, justo debajo de un cartel que decía "Prohibido fumar. Prohibido escupir". Abría su bocaza y dejaba salir con delectación el espeso humo del veguero, que invariablemente iba a estrellarse contra la ventana de socorro. Al chocar, el humo se expandía y perdía gran parte de su inicial consistencia, creando alrededor del sujeto una atmósfera extraña, como de cierta ingravidez. Por vez primera en dieciocho años, al ver a aquel individuo que tan sólo salía de casa a ver llover un poquito, pensé que la vida... No, no, que estupideces... Me esperaban en el trabajo y no había razón siquiera para llegar tarde. Pero ya estaba demorándome. Seis minutos por detrás del peor horario previsto, y para acabar de estropear la situación, el irresponsable del conductor estacionó el vehículo frente a una sala de videojuegos y bajó a comprar un paquete de tabaco y tomar un café. Hasta tuvo el descaro de anunciarlo...
¡Son un par de minutitos, señores!
¡Esto ya no hay quien lo aguante! ¡Pero qué mierda es esta! Hecho un manojo de nervios, agarré mi bolsita de deportes, la de Montreal 76, me puse el abrigo, que ahora resultó inexplicablemente pesado, me dirigí a todo correr a la cabina del conductor, que incluso había apagado el motor, tome mi dinero de la cajita verde y salí de la mierda de colectivo echando pestes. Ahora la lluvia no sólo era persistente, sino que también era intensa, más fuerte que de costumbre.
Si uno quiere abrirse paso en este mundo, está claro que es mejor que lo haga por sus propios medios... Ponerse en manos del transporte público es colgarse una piedra de molino al cuello...
Seguí el camino -aún faltaban unos tres kilómetros para la fábrica- intentando sortear los innumerables charcos, lo que ya resultaba más difícil de evitar era la lluvia, y aún así no me libré de meter varias veces ambos pies en algún hoyo lleno de barro. Cuando llevaba caminando diez minutos me adelantó el autobús, al que no hice señal alguna para que me volviera a dejar subir. Iba a trabajar, llegaría tarde, pero no sería por culpa de algún imbécil, ahora ya era mi culpa, y posiblemente habría de cargar con ella el resto de mis días. Durante la hora entera que me llevaría llegar caminando al Polígono San Frutos tendría tiempo de pensar en la gran cantidad de cosas fuera de lo normal que me estaban pasando esa mañana, o al menos, en la gran cantidad de cosas extrañas que habían pasado por mi imaginación. De pronto me preocupé por algo más que llegar tarde al trabajo, o llegar mojado, o qué excusa daría a mis superiores, a veces tan intransigentes. Recordé de nuevo al señor que tan sólo había salido de casa con la intención de dar una vueltecita y ver llover, e inmediatamente vino a mi cabeza el cartel que decía "Prohibido fumar. Prohibido escupir". Era como haber despertado otra vez con la sensación incomoda de haber pasado toda la noche inmerso en una pesadilla, pues no en vano aquella mañana había amanecido sintiéndome confuso y jodido. A veces las mañanas son las prolongaciones de las pesadillas nocturnas, pero sólo porque a lo largo de ellas vas recordando retazos inconexos y absurdos de todo el mundo onírico que has abandonado. Mas esta vez era de todo punto diferente. La conexión era real, o al menos así la sentía, como los cojos o los mancos aún pueden sentir sus miembros tiempo después de haberlos perdido. Saben que ya no están ahí y sin embargo sus cerebros perciben el perfecto recuerdo de haber manejado a voluntad tales prolongaciones, y a su vez las falanges, inexistentes, reciben órdenes que nunca podrán ejecutar. Así es encontrarse dentro de un mal sueño y no poder hacer nada por salir de él, pues ya no depende de ti, y el que haya sucedido o no ya deja de ser relevante.
Como quiera que fuera, ahora sólo había una cosa cierta; el retraso acumulado era ya de una hora y doce minutos. Mis jefes estarían preguntándose dónde me había metido esta vez. Habrían llamado a la dueña de la pensión, me habrían puesto una falta, la primera en siete años. Pero ya no estaba lejos del polígono. Podía ver la espesa columna de humo que salía de su única chimenea. Al principio había dos más, pero el ayuntamiento, por falta de la pertinente licencia, nos obligó a derribarlas. Una pena, porque resultaba verdaderamente sobrecogedor acercarse a la planta, viendo cómo las columnas de humo iban creciendo, decididas y orgullosas, como una nave que avista tierra y se dirige a puerto tras una larga singladura, con sus enormes velas al viento, llenas de fuerza. Eran realmente hermosas. Aceleré el paso al ver que se cumpliría pronto mi deseo de trabajar. Por poco pierdo en la carrera mi bolsita de deportes, ya sólo me importaba llegar cuanto antes al trabajo y ofrecer una explicación convincente a mi superior directo. Ahora venía la gran duda... ¿Me creería si le contara la verdad? No era demasiado inverosímil, antes al contrario, resultaría vulgar, propia de un cretino que tiene por costumbre levantarse tarde y esgrimir siempre el mismo subterfugio. Podría inventarme algo, algo novedoso, enrevesado, ante lo que mis superiores no pudieran más que sentir lástima por mí. Pero... ¿El qué? Lo que fuera debería ocurrírseme pronto, pues en tres minutos tendría que tener preparada mi mentira más grande. ¿Un accidente? ¿Un colapso circulatorio? ¿Un ataque al corazón? Surgía entonces una nueva duda, mayor aún que la anterior... ¿Merecía la pena mentir para conservar el trabajo? A dónde me llevaría todo esto, Dios mío... Me veía caer en una espiral de intolerables mentiras y delitos menores de la que con un poco de la acostumbrada mala suerte ya no podría salir nunca. Se empieza contando una pequeña mentirijilla para salvar la situación laboral, luego viene otra para tapar la anterior, luego otra y, finalmente, el crimen. Llegar al crimen, al asesinato, sin haber pasado antes por las drogas blandas, las borracheras, los ajustes de cuentas, las drogas duras, la expulsión de algún club o asociación de vecinos, la extorsión, las amenazas, las armas blancas y... al final está siempre la sangre, incontenible, abundante y espesa. La sangre siempre se acaba desbordando y corriendo lenta pero incontenible como la miel.
Ya estaba hecho, ya todo había pasado, me había saltado todos los pasos previos pero no quedaba la menor duda, ni el más leve resquicio para la esperanza hacia la salvación. Me convertiría en un asesino, a sueldo, letal. Estaba dispuesto a mentir al jefe y, posiblemente, aquello no habría de ser sino el comienzo de una larga lista de crímenes horrendos y fechorías. Mi suerte estaba echada. En cierto modo sentí gran lástima por mi propia vida, sentí que tantos años de esfuerzos y de continuos madrugones hubieran culminado en un gran crimen que emborronaría para siempre mi hoja de servicios, hasta entonces inmaculada. Me reconfortó pensar que mis padres ya no vivían y que así no había manera de que pudieran avergonzarse de mí, ni ellos ni nadie, pues a nadie tuve nunca que dar cuenta de nada, ni mujer ni amigos. Únicamente podría defraudar a mi casera y si acaso, a Martita, la vecina de abajo con la que hasta entonces había mantenido una relación más que correcta. ¿Porqué entonces lamenté no haber tenido una vida social más agitada? Justo cuando sabía que ya nunca podría disfrutar de una conversación agradable o de una cena en compañía de una dama vi claramente que nada de malo había en llevarse razonablemente bien, sin estridencias, con algunas personas bien escogidas, un grupo selecto de amigos con los que practicar en la intimidad un idioma distinto al propio. Una mujer con la que dar cortos paseos disfrutando de largos atardeceres, estudiando los colores de las nubes y los caprichos del viento en las ramas, aguardando una tormenta. Jamás había oído a esas horas las chicharras, jamás había pintado un cuadro, nadie tenía nada de mí en su habitación, y yo nada tenía de nadie en la mía, excepto un pequeño retrato en el que aparecían mis padres paseándome en cochecito por el parque de Bruin. ¿Me iba a poner melancólico? Tonterías. Había vivido muy bien sin ninguna de aquellas bobaliconadas. Yo era el rey del crono, de la carpetita, de la mirada inquisitoria y del soplo. A mi todos me temían y a mi nadie se acercaba más que a insultarme, alguna vez, un despedido, pero esto no ocurría tan a menudo como yo hubiese deseado, y es que a veces estos infortunados y maleantes tienen amigos y padrinos entre las influyentes esferas de la dirección de la empresa.
Nada más llegar a la planta, como de costumbre, pasé el control de entrada; observé alarmado que aún quedaban un buen montón de fichas en sus respectivas casillas. No era yo el único que se había retrasado esa mañana. La máquina perforadora agujereó precisa mi tarjeta, marcándome vergonzosamente para siempre. Las nueve horas treinta y siete minutos antes del medio día. Una hora y treinta y siete minutos tarde. Dieciocho años de trabajos y de esfuerzo tirados por la borda. Esfumados, volatilizados, vaposizados. Me presenté de forma inmediata ante mi más directo superior, el señor Varado, que se encontraba rellenando unas cartulinas con lápices de colores.
¡Mazzuchelli, usted tarde! Buena excusa debe tener.
No, no tengo ni excusa ni perdón. Lo siento, hoy ha fallado todo. No me diga nada, no me denuncie todavía. Bueno, sí. Hágalo, y rápido; me he convertido en un asesino, cruel y sanguinario. Estoy sediento de muerte, hoy voy a acabar con unos cuantos, así que haga el favor de detenerme y le ruego que disculpe mi retraso. No fue culpa mía, lo juro. La lluvia, la lluvia suave que caía y mojaba la calle, el colectivo, aquel señor que salía de casa a dar una vueltecita. Una concatenación de sucesos imprevisibles que han acabado con mi carrera, una fatal conjunción de circunstancias que me alejan para siempre de mi soñado puesto de controlador jefe. Ya ve usted, señor Varado... El día que menos se lo espera se levanta usted, cuatro malas casualidades seguidas y ya está, todo terminó, jodido para siempre.








Todos podemos ser un asesino de verdad. Créame, la realidad es la más sugerente de todas las ficciones. El lobo feroz al que se ha pasado la vida intentado acallar a palos y llevando al cine alguna noche da un aullido inacabable y se lo traga todo. Un animal que luché por amordazar y que acabó por volverse loco. Yo soy un lobo y no he querido verlo hasta ahora, pero hoy me ha podido. Estoy sediento de aventuras, de orgías mortales, de correrías, quiero vivir en una lobera y no en una pensión, no quiero aguantar a mi casera por más tiempo. Quiero bajar a la ciudad por las noches y ocultarme entre sus sombras y sus humos, entre sus pesares, entre sus escombros, entre los cubos de basura, y asaltar a los paseantes, a los borrachos, a las fulanas, ejercitar sobre sus cuerpos mis mandíbulas inéditas y poner a prueba luego mis extremidades. Y aullar. ¿Comprende usted que debe denunciarme? Ya no soy un ser humano; tengo su apariencia, sí, pero todo por dentro es bien distinto. Ya no quiero volver a trabajar, ya no quiero tener un jefe al que contar cada tarde a qué se dedican los empleados cuando no están sobre la máquina. ¡Y todo por llegar tarde a trabajar, qué injusto! Nada tiene sentido en este mundo cuando finalmente el lobo ha ganado la partida, me he convertido en un monstruo al que tendréis que matar entre todos y luego quemarme, pues de lo contrario mis dentelladas serán terribles. Quiero probar la sangre, su olor, quiero entrar en el cuerpo recién muerto de un hombre y refugiarme en su calor fugaz, para luego alimentarme de sus entrañas. Y volver entonces a aullar para siempre. Denúncieme, se lo suplico, aún me queda algo de ser humano y comprendo que debo pasar el resto de mi vida confinado en una prisión. O en una perrera, no lo sé.
Amigo Pablo, donde usted debe ir, y de forma inmediata, es al dispensario. Germán sabrá qué darle para que se le vayan esas ideas absurdas de la cabeza. No es el primero que me viene con las estupideces esas del lobo y la sangre y yo qué sé cuantas zarandajas más. Pero no es importante, nada grave, se lo aseguro. Y ahora perdóneme pero tengo que hacer un par de visitas. Diga en enfermería que le he mandado yo y olvídese de más.
¡No, no, yo soy un lobo y quiero probar la sangre! No quiero a nadie a mi lado, sólo deseo correr, esconderme, dar zarpazos y dentelladas, hacer trizas un cuerpo cualquiera... ¡Ya se lo he dicho antes, tiene que detenerme antes que algo de esto ocurra! Yo soy un lobo loco y... Yo soy un lobo y...
Y tiene que trabajar para seguir adelante. Pablo, coja usted su carpeta, su bolígrafo y su crono y póngase manos a la obra. Bastante ha hecho llegando tarde; intente recuperar el tiempo perdido sorprendiendo a algún haragán. La compañía sabrá agradecérselo y su higiene mental también.
¡Yo soy un lobo y estoy sólo, como yo quiero! ¡Yo he elegido mi soledad! ¡Soy un lobo que siempre ha estado sólo! Lo he dicho ya antes. Quiero subir a las montañas, construirme mi cubil, lamer mis heridas, hacerme fuerte, escuchar a los árboles y al cielo, sentir la tierra correr bajo mis patas, volver la cabeza un instante y olvidar ese camino, restregar mi lomo contra la corteza de las encinas, esperar cada noche a la luna para salir de caza y humedecer mis fauces en los acantilados que preceden a la muerte.
Vaya usted a ver al médico inmediatamente. También los lobos enferman.
Cuénteme, Señor Mazzuchelli, usted jamás había venido a mi consulta. Porqué ahora.
Eso no es exacto del todo; una vez me graduó usted la vista y me recetó lentes correctoras de dos dioptrías y media. Las llevo puestas. ¿No lo ve?
Si, es cierto, están ya muy pasadas. Pero apuesto a que ahora no viene a graduarse la vista.
Tiene usted razón, no vengo a graduarme la vista. Vengo a verle porque el Señor Varado así me lo ha pedido. Y porque ya no quiero seguir siendo Pablo Mazzuchelli.
Ya. Y qué quiere ser ahora... ¿Un lobo solitario, por casualidad?
Eso es; exacto. Usted lo ha dicho, doctor. Un lobo que no necesita nada de nadie y que de nadie espera nada. Nada podría definirme mejor, un lobo estepario...
Y apuesto a que le gustaría vivir en absoluta soledad escondido en las montañas y no bajar a la ciudad más que para matar a bocados a algún desgraciado, probar su sangre y aullar.
Sí; matar primero y después aullar. Vivir entre los riscos, saltar de peña en peña...
¿Me permite que le llame Pablo a secas?
Claro. ¿Pero porqué sabe usted tantas cosas de mí?
Pues... Pablo... No es el primer cronometrador que me encuentro así. No deberían ustedes trabajar en el mismo puesto durante más de cinco o seis años. Muchos acaban enloqueciendo, y todos acaban solos.
Yo estoy muy solo, pero hasta hoy me había gustado mi trabajo y creía que merecía la pena seguir levantándome todas las mañanas para preparar las hojas del día y desempeñar mi tarea con absoluta eficacia. Sin embargo esta mañana...
¿Qué cenó usted anoche, Pablo?
Anoche, anoche... Sí; huevos revueltos, unas hojas de lechuga y dos piezas de fruta. ¿Ayer fue Martes, verdad?
Exactamente, Martes.
Si, pues entonces eso fue lo que cené. Fueron dos peritas. ¿Es grave, doctor?
Verá, Pablo... Lo que usted sufre es una patología laboral clásica que suele afectar a cronometradores, cajeros de banca, monitores de tiempo libre, subinspectores de hacienda y, en menor medida, guarda-agujas de ferrocarril y agentes de seguros y reaseguros. Usted sufre lo que los doctores hemos dado en llamar Síndrome del Lobo Estepario o si lo prefiere S.W.S., del inglés "Steppary Wolf Syndrom". Como le digo es una patología clásica que ya quedó perfectamente descrita por la eminente pareja sudafricana Shoemaker-Humboldt en su tratado "Centros de trabajo y salud mental". En cuanto entró por esa puerta sabía de sobra lo que le traía aquí. De hecho le llevo esperando algún tiempo. ¿Trabajó usted para alguna otra empresa antes de pertenecer a Plastidor?
¡No, por supuesto que no! ¿Cómo puede usted dudar de mí? ¡Ser un lobo no significa ser un traidor!
Haga usted memoria. No es eso lo que mis informes dicen.
Bueno, puede ser... Con doce años trabajé en un taller clandestino de reparación de calzado nacional, pero creí que aquello estaría ya olvidado...
Aquí no olvidamos nada, Mazzuchelli. ¿Y cómo era el ambiente en aquella fábrica? ¿Era húmedo?
No era exactamente una fábrica. Era la portería de la casa donde viví primeramente con mis padres, en el barrio de La Conchita.
¡Ah, La Conchita! Yo también viví unos años allí. Era un barrio encantador, aunque muy ruidoso. Lo peor era el edor que llegaba del puerto cuando soplaba el dichoso San Sito... esa maldita brisa traía el humo de las chimeneas de los enormes mercantes. A veces no se podía ni respirar... Bien, ¿Y qué recuerda de aquel primer trabajo? Dichoso olor a gasoil...
Pues que no me gustaba mucho estar todo el día sentado claveteando suelas y medias suelas. Era muy aburrido; lo peor era el pegado, el olor de la cola lo llevo todavía en mis pulmones, no lo aguanto. Y fíjese, señor Psicólogo, dónde he ido a acabar... Pero mis padres necesitaban el dinero y por suerte aquello me permitió continuar mis estudios, gracias a lo cual, en parte, pude entrar en Plastidor por la puerta grande. Ahora todo eso da igual. Ahora quiero correr y saltar, como hacen los lobos verdaderos; nada de plásticos y polímeros, ni siquiera bolis de cuatro colores, reglas y cuadrículas, ni cronógrafos tampoco; sólo saltar y dar bocados a las viejecitas y los niños.
Bueno, dejemos eso para luego. Ahora sígame contando lo de aquel taller clandestino...
Qué quiere que le diga, si apenas recuerdo nada... No sé... Eramos unos diez o doce chavales, todos juntos sentados en el suelo. Hasta nos dábamos codazos sin querer de lo cerca que estábamos. A ninguno nos gustaba aquello, pero supongo que todos necesitábamos el dinero, o nuestros padres. Era muy caluroso en verano, caluroso y húmedo. La sensación de tener los pantalones pegados al suelo era desagradable, lo mismo que la camisetita de tirantes. Yo tenía dos; una roja y otra azul celeste. Iba descalzo. Creo que eso es todo lo que recuerdo. ¿No es mucho, verdad? Descalzo en un taller de reparación de calzado...
Cualquier memoria, por lejana e irrelevante que parezca, tiene su transcendencia... No sé qué hacer con usted... es aún demasiado joven. Déjeme pensar y vuelva mañana. ¿Lo hará usted?
Supongo que sí. He estado esperando toda mi vida para ser un lobo; qué más da un sólo día más. Pero si lo que pretende usted es hacerme cambiar de opinión, ya le digo que ni lo intente, todo será en vano.
Yo no pretendo más que ayudarle. Vuelva mañana, haga el favor.
¿Y ahora, qué hago ahora? ¿Debo incorporarme a mi puesto de trabajo?
Eso es ya del todo irrelevante, ahora la cuestión es recuperarse y volver a ser un hombre útil para la sociedad. Tal como está ahora mismo usted no vale para nada. Quién iba a quererle así, todo el día diciendo sinsentidos... Claro, que a mí no me sorprende nada, y menos lo que a usted le pasa, amigo Pablo. Ya le dije que no es el primero en venir a mi consulta con éstos síntomas; a decir verdad, estoy harto de escuchar las mismas soplapolleces. Sólo faltaría que yo también acabara creyéndome un lobo estepario. Dichoso trabajo... ¿Qué cree, que a mí me hace gracia venir a trabajar un día de lluvia? Pues no señor, no estoy loco. También a mí me hubiera gustado quedarme en la cama escuchando el transistor todo el día, pero las cosas no son así, ya nos vamos haciendo mayorcitos y llega el momento de asumir ciertas responsabilidades. ¿Qué es hacerse mayor más que resolver problemas? ¿Quién iba si no a sacar adelante a mi familia? Claro que usted de esto no sabe nada. Los malditos lobos esteparios no tienen que dar cuenta a nadie de nada, ni explicaciones ni gaitas. ¿No es así, Pablo?
Ya he decidido, doctor. Ahora que sé lo que quiero hacer, resulta que trabajar ya no me apetece. No me gustan los cronómetros, ni las carpetillas que ustedes me dan, ni el papel en que escribo, es todo muy acartonado y asqueroso. Usted mismo es asqueroso, ¿Se da cuenta? Le he llamado asqueroso y como si tal cosa. Creo que ahora sí que me siento mejor. Es más, creo que va a ser usted mi primera víctima.
¡Pablo, salga inmediatamente de mi gabinete! Te prohíbo que vuelvas a dirigirte a mí en esos términos; tu patología no es lo suficientemente grave como para que puedas ofenderme de esta forma y quedar impune. ¡Largo! ¡Voy a proponer que se te abra un expediente disciplinario!
Poco más recuerdo de aquella, mi primera víctima.








Sé que me lancé sobre él, le quité el fonendoscopio y con el rodeé su cuello. Apenas intentó defenderse, mi fuerza resultó ser muy superior a la suya, muy superior a lo que yo jamás había pensado. Le reduje de dos o tres golpes, tiré fuerte de los extremos del fonendoscopio y se escuchó un leve crujido que me indicó que había acabado con su vida. Quedó sentado en la butaca de su despacho, con la mirada ligeramente perdida y un rictus definitivamente extraño. La bata abierta, las manos agarradas aún al fonendoscopio, el pelo revuelto. Me detuve en su contemplación, paseé extasiado alrededor del cadáver largos minutos, descubriendo que había algo mágico y excitante en todo aquello. Una vida que de pronto se interrumpe. Un hombre que al levantarse jamás había sospechado que ese iba a ser su última mañana. Una muerte absurda que sin embargo me produjo cierta sensación de bienestar y sosiego. Me sentí poderoso por unos momentos... Era como si de una vez por todas hubiera hecho algo realmente grande, algo que sin ser hermoso era grande, tremendo. No había creado nada, al contrario, me había llevado por delante la vida de un ser humano, de una persona que en absoluto era responsable de mi situación y cuya relación conmigo era poco menos que casual. Pero un lobo estepario y asesino se cruzó en su vida y se la arrebató, la aniquiló, sin saber porqué, absolutamente para nada, por el mero placer de saberse capaz de hacer algo irremediable y tremendo, por gusto, por medir sus fuerzas, por poner a prueba sus garras, por verse capaz de acabar para siempre con una vida que sin ser nada especial, jamás antes había sido humillada y violada de esa brutal manera. Ahí quedaba un cuerpo malogrado, quedaba el continente de una vida, el envoltorio que ahora parecía no ser nada. La contemplación de un cuerpo inanimado es inquietante y majestuoso al tiempo. La mínima distancia entre el todo y la nada, el sí y el no, la frágil mirada de la vida, lo absurdo y enorme de la diferencia entre un cuerpo vivo y otro muerto. Un ser que ya no se vale por sí mismo, un saco de piel que va perdiendo el calor de la vida y que necesita de una fuerza extraña para imprimirle movimiento, una forma perfecta y desmadejada del todo. Esto es lo que me sugería su contemplación, una suerte de escalofrío placentero. Un éxtasis en el que parecía encontrar compensación a tantos años de tedio y tibieza de sensaciones, a la ausencia total de placer. Un solo momento me convertía en un ser verdaderamente especial, y en un solo momento pasé de ser un genuflexo y servil lacayo de los patronos y del reloj a un alma libre y cruel.
No debía dejar que pasara mucho tiempo, antes o después alguien llegaría a la consulta y nos encontraría a ambos, un vivo y un muerto, una víctima y un verdugo, pero me resultaba difícil abandonarle, salir de aquella habitación que olía ligeramente a hospital y dejar así a mi primera presa. Matarle resultó extrañamente sencillo, no tuve que otear el horizonte, no seguí el rastro de un animal perdido y asustado, no tuve que agazaparme entre las peñas y los matorrales para luego dar el salto que hubiera de conducirme a su carne, ni siquiera tuve que correr un poco. Nada más fácil y rápido que tirar de los extremos de un fonendoscopio durante unos segundos y escuchar un leve crujido para ver cómo el infeliz se desmaya absurdamente, como su bata impecable se arruga y la cabeza se ladea inanimada, dejando un buen montón de músculos, huesos y grasa sentados sobre una estupenda butaca acolchada. Más no había tiempo que perder. Me despedí de él juntando mi mejilla a la suya y volví a sentir cierto deleite, quise agradecerle que fuera él mi primer trofeo y que apenas hubiera ofrecido resistencia, acaricié su cara y salí corriendo por la puerta. Creo que no aullé.
Miré hacia atrás para comprobar que no había dejado rastro alguno, nada me delataba, y aunque así fuera, tenía un mundo entero por recorrer y en el que esconderme. No podía dejar de pensar en los cientos de orgías de bramidos y sangre que me esperaban, en convertirme definitivamente en ese ogro que se oculta bajo una apariencia de hombre en nada singular. Matar me había animado, me había abierto el apetito de ser algo más que el espantajo que hasta entonces había vivido entre tinieblas, confinado en un cuerpo de hombrecillo y dormitando en un nicho profundo. Siempre aferrado a un único tesoro, su reloj de pulsera. Venerado Tempus Fugit, de ti también he de desprenderme, ya no me vales de nada. ¡Qué excitante era la idea de hacer daño a este mundo y que él mismo, sin saberlo, me sirviera de escondrijo! Darle un enorme mordisco y luego hallar refugio en su carne maltrecha, la misma carne que me sirve de disfraz.
Ahí quedaba la fábrica con su gran columna de humo que se hacía ahora cada vez más pequeña, se quedaba para siempre en el mismo lugar, tumefacta y con un cadáver en su interior, y mientras ella quedaba ahí para siempre yo me disponía a no detenerme jamás. Pero no sólo quedaba atrás la fábrica; con ella debía romper todo vínculo con un pasado que resultaba dolorosamente cercano. En realidad, y echando un rápido vistazo a todo aquello que no podía llevar conmigo en mis atroces correrías, pocas cosas eran de valor, ni cosas ni personas, quizá la casera de la pensión y desde luego mi amado reloj, aunque de el ya me había despedido para siempre. Ya me debían estar buscando, la voz de alarma habría saltado en la fábrica y mi nombre estaría en boca de todos...
¡Mazzuchelli, ha sido Mazzuchelli, le ha dado un hachazo y se ha merendado un brazo del doctor! ¡Había sangre por todas partes! ¡Todo estaba salpicado de rojo!
Pobres infelices, tristes mortales atados a un horario y a unos jefes deleznables, voluntades doblegadas que jamás han tenido bajo sus pies la vida de un semejante... ¡También vosotros podéis pudriros en la fábrica! Seres que nunca conocerán el verdadero significado de estar vivo y ser libre hasta el fin de los tiempos. Yo también era como vosotros, de eso no hace tanto, más apenas recuerdo nada, puede que fuera ayer, puede que hace cien años... ¡Otros cien hubiera aguardado gustoso con tal de acabar paladeando el enorme placer de ver derrumbarse una vida bajo la firmeza de mis manos! Quiero volver a matar, sin escoger a mi próxima víctima, pero tampoco será de forma casual; ella vendrá a mí, me buscará, me encontrará, y hallará junto a su sombra y la mía la paz que todos los hombres de bien andamos buscando por los caminos. Quién me busque, me encontrará, recordé. Yo no soy ni el camino, ni la verdad ni la vida. Tampoco soy exactamente lo contrario, sólo quiero unir a los hombres con su suerte, adelantar un final que no hará sino prolongar eternamente el mío. Estar vivo es tener hambre, es satisfacerla y es volver a sentirla, y entre medias algún paisaje, algunas tormentas, alguna poesía y, porqué no, un gran aullido.
Nuevamente perdí la consciencia, volví a tener un sueño, o miles, todos juntos, imbricados, entrelazados, mortalmente unidos, y en el centro debía hallarme yo, objeto de todas las fantasías, único fin de cada tormento que se repite al despertar. Todo girando a mi alrededor, cada palabra me exigía una explicación que jamás podría dar, cada raíz de cada árbol, todas las cabezas de todas las serpientes, cada tentáculo de cada medusa, cada púa de cada erizo, todas ellas y todos ellos me ostigaban, me herían, me preguntaban batiéndose sus gritos en un chapoteo obsceno y lacerante. Me salpicaban por todas partes palabras preñadas de dolor y sangre reseca, millones de cuervos graznando se alimentaban de mi saliva y de mis heridas abiertas a la última noche. ¡Qué dolor tan grande sentía mi alma!
Vivo, muerto, herido, tal vez un simple sueño, tal vez todo ello en un bullicio infernal. Tal vez todo yo sea todo ello. Tal vez, simplemente, una locura, la locura. Locura.
Me quedaba toda una vida y una muerte por descubrir. Entre el éxtasis y el mayor de los sufrimientos me lancé a la calle envuelto en unas telas que a duras penas me protegían frente al frío y la lluvia. Estaba a salvo, perdido nuevamente en la ciudad, de vuelta de un asesinato y una horrible pesadilla que comenzaba a pesarme, y cuanto más remordimiento sentía, más se me abría el apetito de causar dolor, la sed de aquello que ya había probado y cuyo recuerdo me excitaba enormemente. El dolor desaparece sintiendo un dolor aún mayor, y entonces debe haber un acto pleno, lleno de amor y odio que sofoque todos los sufrimientos anteriores; tenía que haber algo más allá. Tal vez la muerte no sea el único suceso que ahogue a la vida...
Otra vez era de noche, toda la ciudad estaba inmersa en una niebla escurridiza, amarillenta de vapores de sodio y mercurio, sus minúsculas gotas se fijaban en mis cabellos y en mis ropas sucias, me miré las manos, también ellas estaban húmedas, frías como un trozo de metal, cualquier otro hombre desearía estar cerca de un brasero, yo sólo quería estar cerca de otro cuerpo en el que hundir mis manos y llevar conmigo su calor, arrebatar una vida para calentarme las manos... No sabía muy bien dónde dirigirme, me seducía la idea de minar repentinamente mi salud empapando mis órganos en alcohol y suciedad. Nunca había utilizado mi cuerpo, nunca había abusado de él, no me había aprovechado de sus posibilidades como trozo de materia viva que era. Un cuerpo es un conjunto de órganos, y sin embargo no es la suma de todos ellos, ¿Dónde está la diferencia? Quería verlo naufragar; verlo desde mi atalaya de lobo dar tumbos por las calles, perder el equilibrio, caer y levantarse de nuevo. Debilitarlo hasta la extenuación. Una suerte de crucifixión elegida por uno mismo. El placer de infligirse así mismo un castigo desbordante, el odioso gusto por utilizar la memoria de la peor manera posible y recordar en sus innumerables variantes los recurrentes episodios de dolor, de rencor, de espanto, de enormes deseos por hacer a toda la humanidad partícipe de un escarmiento tan inútil como cruel, el sentirse víctima de una vida desmadejada e ingobernable, el desgraciado gusto por la soledad saboreada, digerida, regurgitada todas las mañanas de la vida. Una agonía voluntaria y quizá placentera, un último vértigo que por fuerza ha de conducir al descanso, el mayor de los deleites, la soledad más absoluta. Crucifixión, dolor, castigo, muerte, víctimas inocentes, verdugos incapaces de sentir lástima. La soledad en la cruz...
“Y dijo El: Tengo sed. Había allí un botijo lleno de vinagre. Fijaron en una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la llevaron a la boca. Cuando hubo gustado el vinagre, dijo Jesús: Todo está acabado, e inclinando la cabeza, entregó el espíritu”.
Yo quería ser como El, a mi manera ya era un redentor que había venido a este mundo para encarnar en sí mismo toda la maldad de los hombres y todo el castigo que un ser humano es capaz de sufrir. Y yo era precisamente eso, un ser humano que jamás habría de resucitar. Los hombres, con sus leyes y sus ojos podrían acusarme y matarme, podría ser yo la sangre inocente que habría de derramarse para que otros aprendieran a ser un poco mejores. Debía sufrir yo hasta el fin con tal de que algunos hombres pudieran recordar que yo también entregué mi espíritu en una suerte de cruz, en una agonía que no duró unas horas, sino toda una vida, la mía.
Vinieron entonces a mi memoria extenuada unos versos que hacía pocos días había recitado una mujer en el parque de Reyes...

Y es tan dulce mirar sin ver la luz
y es tan dulce no sentir en el cuerpo
ni siquiera el latir del corazón...
no saber dónde cantan los pájaros
porque tu ya no escuchas,
y te quedas al fin deshabitado,
y en esto se parecen la soledad y el frío.

Luz, corazón, deshabitado, frío... Aquellas palabras se me habían quedado indelebles, grabadas e hirientes, como agujas de hielo que no puedes quitarte de encima. A fin de cuentas yo sólo había matado a una persona, cuando a mí me habían estado matando desde el día de mi nacimiento. Mi alma seguía sufriendo inmensamente, mis manos seguían siendo dos trozos de metal y el refugiarme en el dolor ajeno causado por mí, no dejaba de ser una solución ambigua e incluso fácil. Lo cierto es que era allí donde mejor consuelo hallaba. Deshabitando mi cuerpo, olvidándome de mi corazón, permitiendo que el frío se hiciera cargo de todo, cerrando mis ojos a la luz, que ahora parecía esconderse detrás de cada gota de lluvia, bajo mis zapatos, entre mis dedos helados... Nunca había visto más claramente jugar a la vida y la muerte. Así, dando una y mil vueltas a esos versos olvidé el tiempo suficiente que me había creído el mayor sufridor del mundo, el nuevo cordero pascual, la moderna víctima de todos los pecados de una humanidad algo envilecida. Mi sufrimiento no era sobrehumano, ni mi misión era más divina que la de un tornero, pero el dolor existía y estaba ahí , a mi lado, dentro de mí. Pasé escondido tras unos cubos de basura anárquicamente desordenados varias horas, en las que no hice sino repetir insistentemente aquellos versos sueltos.
La gente paseaba apenas a unos metros de mí, podía escuchar sus conversaciones, sus gritos, sus risas. Solo podía escucharlos, debía conformarme con sentir sus pasos y oler la comida caliente que algunos llevaban entre sus manos. Y yo mientras frotaba mi pecho, mis brazos, mi cara de piel reseca, mi pelo revuelto y canoso; abría una y otra vez los ojos para volver a cerrarlos y hundirme dentro de mi cuerpo dolorido. Mi cuerpo son mis ojos, mis brazos, mis piernas. Mis ojos, mis brazos. Mis ojos... A veces ardían, al tiempo parecían congelarse, se endurecían a cada instante, quedaban agarrotadas a modo de una estatua inerte de hielo, el hielo que todo lo adorna y embellece, lo eterniza, lo engalana con la transparente mortaja de un sueño irreverente. Te dejas abrazar por un sudario de hielo, como el que cubre las rocas y bajo el cual aún luchan las gotas de agua por llegar, por llegar a algún sitio, pero su caminar se ralentiza desesperadamente. Y todo, absolutamente todo, bajo un dolor espantoso. También el alma se iba adormeciendo, se iba agarrotando, también su pulso se ralentizaba. Pronto acabaría el sufrimiento; pronto todo quedaría absorbido por el frío. Podía sentir cómo esa mortaja de hielo iba arropando mi cuerpo aguijoneado, lo comprimía y lo estrechaba en un abrazo tras el que nada, excepto la muerte, puede salvarse. Creí entonces morir.
Más para mi desgracia todo esto no fue suficiente para acabar conmigo. Ni el frío inmenso, ni las inexistentes ganas de vivir habían bastado para acabar con un animal que de nuevo se despertaba para su propia desesperación. Y curiosamente ya no sentía dolor alguno; algo de hambre, si acaso, pero nada más. Me subí de nuevo las solapas del abrigo y comencé a andar, sin rumbo, sin prisas.
En esta ocasión encaminé mis pasos hacia el puerto. De pequeño me gustaba ver a los enormes cargueros y la frenética actividad que se desarrollaba a su alrededor, los gigantescos eslabones de las anclas, el olor a pescado y a óxido, a veces a pintura, las caretas de los soldadores, las grúas, las carretillas, el bramido de las chimeneas de los barcos. Entonces iba de la mano de mi padre, que cuando no le salía otra cosa mejor conseguía empleo como estibador en el muelle sin grandes dificultades, amén de las relaciones que mimaba con vasitos de vino en el asador "Caribe", un restaurante en el que en ocasiones se cruzaban apuestas y algunas mujeres se dejaban amar a cambio de una sola promesa. Ahora estaría cerrado, y mejor que así fuera, pues murió mi padre dejando una considerable deuda en la barra del bar de la que nadie pudo hacerse cargo. No sería allí donde pudieran apaciguar mi hambre. Continué el camino arrastrando mis zapatillas por los encharcados suelos del muelle. Apenas había nadie en los alrededores. Me acerqué aún más al mar, estaba en calma, aquí dentro del puerto.
No era azul, ni transparente, ni se veían en él nadar peces; tan sólo unas enormes manchas de aceite daban una nota de color con sus irisaciones a unas aguas espesas y nocturnas. Pensé que sería una buena manera de acabar mis andanzas, mis asesinatos absurdos, mis correrías de lobo enfermo, mis delirios de redentor asesino de psicólogos laborales. Encharcando mis pulmones en unas aguas fétidas y petroleadas. Mentira; intentaría nadar y seguir adelante. No puedes dejarte hundir como si tal cosa, no puedes bucear hacia la muerte, hay algo que te lo impide. Maldita cobardía. Y ahora maldita tos, maldita garganta que a cada golpe parece abrirse por dentro, descoserse como un peluche. Era un hombre, nada de diosecillo enfermizo. Un hombre bien jodido. Sentía la sangre caliente emerger a borbotones. La escupía contra el suelo y éste me devolvía un lastimero chasquido que me recordaba lo extraño de mi naturaleza, un pobre hombre, un pobre lobo. ¿Qué era entonces? Hasta hacía unas horas, no más que un controlador de tiempos de una fábrica de tratamiento de plásticos, prácticamente nada, un tejón, una ardillita escurridiza y minúscula, y el haber matado no me había hecho más grande. Cuántos años llevaba manteniendo un monólogo incomprensible conmigo mismo, cuántos años aguantando estar vivo sin más. Una vida tibia y llevadera, sin grandes sufrimientos, sin grandes responsabilidades ni dolor. El dolor no aparecía por ningún sitio. Quedaban rastros de él, vestigios desperdigados y confusos entre los recuerdos y algunos objetos que aún permanecían en mi maleta. Habían pasado tantos años desde entonces... Y ahora vuelta a empezar. Con un cadáver a cuestas no resulta fácil levantar la cabeza y sonreír al primero que pasa, porque no sabes donde meterte, una vez desterrada la idea del suicidio, por impracticable. Tal vez olvidarse de todas esas panfiladas y zarandajas de lobo que algún imbécil me metió en la cabeza, tal vez, tal vez. Ir a la comisaría más cercana resultaba ser la posibilidad más realista. Los hechos eran claros, yo me declararía culpable sin oponer mayor resistencia al ministerio fiscal y entre unas redenciones y otros beneficios saldría fácilmente de la cárcel en unos doce o trece años. Tendría entonces cincuenta y tantos, una edad perfecta para sentar la cabeza y entregarme al recogimiento y la reflexión hasta la muerte. Me imaginé el mismo día que expiraba mi justa pena. Ahí estaba yo, con mi maletita de cuero y mi gabardina raída pero decente, limpia. Inmóvil tras dar ese primer paso una vez franqueada la entrada y salida de la prisión. Me vi sólo, sin nadie que me esperase. Me vi de pronto mayor y solo a la puerta de la cárcel, una puerta verde y minúscula que debe hacer mucho ruido cada vez que se abre. Sería una tarde, la tormenta se estaría alejando y los truenos ya apenas se oirían. Y nadie esperándome.
¿Habría la casera respetado mi pequeña pieza? Necio de mí, que ahí tenía todo lo imprescindible para ser el hombre más feliz de la tierra, absolutamente todo, mi neverita, mi ventana con alféizar de ladrillo hueco y escayola simil piedra, mi armario empotrado limpio y razonablemente seco, mi placa eléctrica, mis zapatillas de felpa... Ya no había dolor más grande que estar vivo y continuar caminando, sin saber hasta cuándo, ni hacia dónde, sin saber siquiera si debería huir y esconderme de ese mundo al que yo había querido dar un zarpazo de muerte. Pobre infeliz que una vez creyó llegaría a ser algo grande y hubo de conformarse con matar a un funcionario de prisiones... Con todas las facilidades que me había ofrecido la vida y tuve que matar a un maldito funcionario de prisiones para aguarme por siempre la fiesta... Así resultaba sencillo echar de menos a la casera, mi minúscula pensioncita, mi vida razonablemente seca y feliz, sin grandes lujos pero también sin grandes transtornos.
Visto que no podía acabar fácilmente con mi vida, que ésta se me pegaba molestamente y que había matado a un infeliz, algo grande y distinto a todo tendría que hacer . Cuando más seguro estaba entonces de que jamás podría acabar con tan absurdo existir, comencé a sentir un raro escalofrío en la mejilla, como si se me estuviera durmiendo; me concentré en la extraña sensación para comprobar con intranquilidad que tal hormigueo se iba extendiendo graciosamente al resto de mi cara, y para cuando me quise recomponer, ya no sentía nada, absolutamente nada, ninguna parte de mi cuerpo resultaba útil, mi cerebro, si acaso, que enviaba una y otra orden sin control alguno y sin respuesta. Y cuando más en paz me encontraba dispuesto a entregar mi alma a quien se la quisiera llevar, cuando ya parecía que por fin la vida, tan absurdamente insistente, se desprendería de mí, una mujer se me acercó. Era una puta, y sin duda de las más desgraciadas, pues de ninguna otra manera se entiende que una fulana fuese a ofrecer sus servicios a un hombre moribundo que lo único que quería era que se lo llevaran los demonios. Aún tuve ocasión de observar a aquella mujer con cierta curiosidad; iba muy abrigada, llevaba unas botas largas, casi tan largas como los tacones, y eso que las botas pasaban fácilmente de la rodilla. Tenía la faz demacrada, seguramente era drogadicta y estaba con el síndrome de abstinencia, algo que ni el más espeso de los maquillajes podía ocultar.
El pelo largo y liso, más bien parecía un pelucón. Se inclinó dándome un gracioso pescozón en el moflete, que fue seguido por una breve estimulación manual de los genitales que de poco o nada sirvió para despertarlos o alejar si quiera por un instante la sensación de frió que los mantenía en permanente letargo. ¿Tienes casa? Me preguntó.
Sí. Vivo en una confortable pieza no muy lejos de aquí.
Jamás había entrado una mujer en mi habitación; era una de las normas de la casera y yo la observé cuidadosamente y sin el menor sufrimiento, pues nunca tuve ocasión de contravenirla. Ahora, que ya no tenía porqué seguir cumpliendo leyes y reglas, podía meter en mi habitacioncita a una fulana o lo que yo quisiese. Verdad que me daba un poco de miedo volver a mi barrio y que allí me pudiera estar esperando la policía, a la puerta de mi pequeño hogar, de manera que nos acercamos cuidadosamente, algo que no pasó inadvertido para la señorita.
¿Te escondes de alguien, majo?
Sí, de la policía, es que acabo de matar a un buen paquete, el psicólogo de la fábrica. No es que me cayera mal el hombre, si hasta era un buen tipo, lo que pasa es que quería matar a alguien y mira, le ha tocado a él. Ya te digo, no era mala persona, un poco pesado si acaso, pero nada como para destriparle. Y no entiendo cómo puedo hablar con este desparpajo, ni siquiera parezco un licántropo doméstico.
Ya veo, eres un tarado. A mí me da lo mismo, dicen que los subnormales tenéis el poyón muy gordo. Mira, galán, yo no puedo pasar el día hablando, tengo en casa tres nenes que alimentar y uno que ya no es tan nene. Subimos o no.
Si, si, claro, vas a ver qué buen rato vamos a pasar juntos.
Pues venga, no me hagas perder más tiempo. El tiempo es carne, y legumbre, y huevos.

A la puerta de la finca estaba Marcela, quien me saludó con la habitual frialdad... Si ella supiera que yo en realidad la apreciaba y que era una de las pocas personas que verdaderamente me infundían respeto... Pero no, ella me saludó con la frialdad de siempre, y respecto a la fulana, estaba claro que no era mi prima que había venido de las misiones a visitarme y tomar una tacita de café en mi pieza, y sin embargo, pareció totalmente indiferente y en absoluto me reprendió, ni siquiera con su mirada fría. ¿Estaría fingiendo? No lo parecía, y en cualquier caso, una vez más todo daba igual, con lo que tranquilamente entramos los dos en la casa, subimos algo apresurados los dos pisos y sin mayores dificultades de las habituales franqueamos la puerta.
Tienes una casa muy bonita, es pequeña pero acogedora.
¿Dónde habría oído yo eso antes? Sí, claro, es la misma frase que me había estado repitiendo yo cada noche que tenía problemas para conciliar el sueño, que eran casi todas. Qué raro resultaba todo, todo era tan normal, como cualquier día, aunque no estuviera trabajando.¿Es que no habían advertido la muerte del psicólogo? ¿Es que alguien puede llevar una vida de descanso y despreocupación y seguir pareciéndole todo normal? ¿Ni siquiera vendría a buscarme la policía? Y en el peor de los casos... ¿Es que también habían pasado por alto mi ausencia en Plastidor?
Bueno, qué... ¿Esperas a que te desnude yo?
No, no, ya voy, sólo estaba pensando.
Era la primera vez en los últimos trece años que iba a consumar una relación sexual, apenas recuerdo la ocasión anterior... Sí, era también una prostituta, cómo podría olvidarlo... Acababa de cumplir veinticinco años y mi madre me llevó a la calle del Buen Ángel Custodio, bien conocida por lo cochambroso de la prostitución que ocupa sus aceras, todavía hoy.
Mi padre había muerto hacía años, y mi pobre madre pensó que debía ser ella quien asumiera la responsabilidad propia de un padre que observa con inquietud cómo su hijo se retrasa más y más en el estreno. No hubo dificultad alguna en encontrar a la encargada de hacerme traspasar la barrera que separa la infancia de la vejez; fue precisamente una amiga de mi madre quien me enseñó ciertos placeres y conocimientos hasta entonces totalmente ocultos para mí, y que por desgracia no tuve ocasión de poner al día. Bien pasaba de los sesenta años, ajada y descosida por todas partes, parecía una de esas estatuas de cera que ha comenzado a derretirse, con los lamparones de pintura exagerada que resbalan por las mejillas, pero en casa no había más medios para iniciar al vástago en la vida adulta que con una señora cuya mejor virtud era tener el trabajo bien aprendido y con quien no había más que dejarse hacer, incorporar al mecánico movimiento una imagen algo más sugerente y sensual de la que ofrecía la buena señora, que mejor debía estar en su casa, y esperar así la consecución del feliz momento, para luego olvidar rápidamente. El caso es que algunos años después surgía una nueva oportunidad de dar gusto a este cuerpo tan miserablemente disfrutado.
Ella, como era de esperar, se desnudó sin más preámbulo y se tendió sobre mi pequeño diván a la vez que encendía un cigarrillo. Me dio un poco de asco ver a una fulana tan desconsiderada deshaciendo la cama que yo con tanto mimo cuidaba, lavaba y hasta planchaba. Servidumbres del placer, pensé, de modo que sin mayor dilación me tumbé a su lado a la espera de recibir ese placer tan necesario, ya vería más tarde qué haría con ella, porque desde luego no pensaba pagarla. Y ella pareció leer mis turbios pensamientos...
Es mejor que pagues ahora, luego te costará más soltar el dinero.
Lo tengo ahí guardado, no me hagas buscarlo ahora. Anda, venga, dame gusto...
Al verse sin mucho donde elegir, se inclinó sobre mi vientre y comenzó su trabajo, ralentizado por su profesionalidad o quizá por el sueño que tenía.
¡Qué bonita era! Debía tener por entonces doce o trece años. Yo la quería. Cuando estaba ayudando a Padre en la zapatería llegaba tan contenta del colegio, con sus libros de dibujo y ciencias sociales recogidos en un lacito azul, alegre como ella, con sus zapatos, sus calcetines también azules, como el lazo, con la cuerda de jugar a la comba hecha un rebuño alrededor del cuello, y detrás de ella siempre mi hermano Enrique, que era más listo y más guapo y más alto que yo. Y como los dos, Marga y Enrique eran más listos que yo (Se lo escuché decir a Padre infinidad de veces) ellos iban a la escuela mientras yo me quedaba bruñiendo y sacando un brillo a veces imposible a montañas de zapatos. Dándoles con el betún, la grasa de caballo, el trapo y el cepillo, escupiendo, claveteando medias suelas y suelas enteras, cosiendo con hilo de cuero y pita todos los rotos. Pero yo la quería... ¡Era tan linda! Enrique, en cambio, por ser listo no dejaba nunca los malos modos y las voces, y en más de una ocasión le escuché gritar a Padre, algo a lo que yo jamás me hubiera atrevido. Un día le vi también gritando a Marga, discutían vivamente sin saber que yo les estaba observando. El la pegó, y de otro bofetón la tumbó sobre la cama sin que ella pudiera hacer nada; Enrique comenzó a manosearla y arrancarle la ropa, y aunque yo sólo tenía catorce años comprendí lo que estaba pasando, lo que ocurriría si yo no hacía nada y quitaba a ese malnacido de mi hermano de encima de Marga. Grité, pero antes de que pudiera salir palabra de mi boca, Padre se acercó a mí por detrás y me la tapó. La boca y los ojos, y a empujones me sacó del saloncito. Oí chillar a mi hermana, y Padre no hizo nada por evitarlo, me encerró con él en su habitación y sin más comenzó a pegarme, acallando con sus gritos los de Marga. Nada de todo aquello volvería a ocurrir jamás, porque a la mañana siguiente Padre apareció colgado del grifo de la ducha en el cuarto de baño, y de mi hermano, a quien en aquel momento y quizá mucho antes yo había jurado odio por siempre, no volví a ver ya nunca, porque desapareció sin dejar huella, razón o seña. Quedamos Marga y yo, de ella se hicieron cargo unos vecinos, los Pecio, que acabarían por mudarse a San Bartolomé, una ciudad muy pequeñita, un balneario lo llaman, que en verano se llena de gente a la que yo no he visto nunca. A mí me internaron en un reformatorio sin saber muy bien porqué, pues hasta entonces jamás había dado problema alguno. Allí aprendí mi oficio, el de cronometrador, y el Padre José Manuel, al cumplir los diecinueve años, me dijo que podría colocarme en una fábrica donde conocía a unos señores muy importantes, y que era una oportunidad que no debía desaprovechar, así que me regaló mi querido relojito y ya al día siguiente comencé a trabajar, aunque no de cronometrador, desde luego, sino haciendo cajas de cartón y embalando barriles de pintura y barniz de diez kilos.
Y ahora estaba tumbado al lado de una prostituta que se había quedado dormida con mi pene parcialmente dentro de su boca. Respiraba con dificultad, como si roncase, así que la aparté y me levanté para cerrar del todo la ventana. La cogí un cigarrillo y me tumbé nuevamente, a tientas en una oscuridad absoluta. Con una mano sostenía un vasito de agua, y con la otra me llevaba el cigarro a la boca. Era gracioso ver cómo cada vez que aspiraba la oscuridad dejaba paso por unos instantes a una luz anaranjada y mortecina, iluminando el techo de la habitación, la lampara y... me giré y la vi a ella, también brevemente iluminada. Sólo se escuchaban su respiración algo agitada y el humo al salir de mi boca. Pensé muchas cosas en esos momentos; en Marga, en la ceniza que hacía “Pfff” al caer aún caliente sobre el agua, en lo que haría al día siguiente. Ahora estaba cerca de mi reloj, y sin embargo no conseguía escucharlo; estábamos solos en la habitación la prostituta, el cigarrillo que se iba consumiendo, el vaso de agua y el miedo, mi propio miedo que también podía verse pegado al techo cada vez que aspiraba, en la piel de la mujer tendida a mi lado, en la extraña consistencia de un humo que se resistía a desvanecerse. Recordé a mi hermano, a mi padre, a mi hermanita, vi por un instante todos los años que pasé en aquel reformatorio y sin poder evitarlo, porque realmente no creo que lo deseara de verdad, tapé la boca de la mujer que yacía a mi lado. Abrió los ojos, sin resistirse ni cambiar la expresión de su mirada, no pasaron muchos segundos, ni se me hizo eterno, y creo que a ella tampoco. Cruel, maldito, desgraciado de mí, que sabiendo que la iba a matar de cualquier manera aparté unos segundos mi mano de su boca, aligeré la presión de mis brazos como queriendola escuchar, oírla suplicando que la dejara vivir, rogándome... pero nada de esto ocurrió. “Ya no puedes volverte atrás, mátame...” Me decía con su mirada.
Sentí rabia y deseos de matarla, de acabar con alguien que me empujaba a hacerlo, que no se apiadaba de mí y no quería dejarme una pequeña posibilidad de rehabilitarme, así que apreté y apreté ensañándome, con gusto y ganas.
Simplemente dejó de respirar y cerró los ojos. Todo seguía igual, nada excepcional había pasado, ni un grito, ni un forcejeo, sólo que ahora ella no vivía. Murió sin más, dejó de respirar y se murió. Sus ojos se cerraron y yo volví a abrirselos y como si fuera nada más que una muñeca. Jugué con sus párpados, que volvieron a caer, como hacen las quecas, decía mi hermana, con ojos de color almendra. Qué diferencias tan extrañas hace la vida... Un hombre puede aferrarse a ella, luchar como un titán contra la muerte, años enteros de brega, y es que la vida es a veces tan obstinada... Y entonces me maravillé de los distingos absurdos e inevitables, porque aquella muñeca de trapo murió sin decir nada, como dormidita, desvanecida, cansada, cerró los ojos y dejó de respirar, en unos instantes, sin lucha ni forcejeos si quiera. Me dio algo de pena verla tan triste, casi más que cuando vivía, así que jugué un poco con ella y la intenté poner en la cara una sonrisa pero, como los ojos, sus labios volvían pesadamente a su posición primera y la sonrisa desaparecía; de verdad que me dio mucha pena, pero yo poco podía hacer ya. Bastante había de agradecerme la infortunada el haberla hecho olvidar de un plumazo todos sus miedos, sus angustias y temores. Pero ahora no quería sonreír, parecía demasiado cansada. Me aferré a mis objetos, a los pocas cosas que me quedaban y que podrían hacerme sentir como siempre, yo mismo, como una comadreja en su madriguera, y no un extraño dentro de una pensión cuyos olores, sonidos y paredes son de todo punto extraños. Tantos años viviendo allí para ahora sentirme un extraño, qué pena tan grande. Restregué mi colección de monedas antiguas por mis brazos y pecho, lo mismo hice con la colección de gomas de borrar y de jaboncitos que me iban regalando los amigos que se iban de vacaciones. Aquel mechero dorado que perdía gas... ¡Cómo lo quería! Lo idolatraba por lo elegante y bonito que era, aunque no sirviera para nada más que para ser admirado. Quizá por eso me deleitaba tanto en su contemplación; si algo es bonito y además resulta inútil, su belleza es mayor, porque ésta nunca se apagará, la belleza es sincera, la honestidad simple y valiosa de lo que puede admirarse sin más compromisos. Sus formas, su color, su elegancia aristocrática e inútil, casi perversa, ahí residía todo su esplendor. Y no la belleza de quien permanecía impasible a mi lado, cuya belleza residía precisamente en su inmovilidad, en la indiferencia y seguridad, casi altanería insultante e invasora, con que se dejaba observar; una belleza distante e imposible que debía desaparecer tan pronto como lo hiciera su benefactor...
Descansé un rato a su lado, quedé dormido en un sueño reparador y placentero del que desperté a los pocos minutos con buen ánimo, excelente disposición, por lo extraño del momento. Casi pletórico, preparado para afrontar un nuevo reto, el reto de la vida, de un amanecer nuevo...
¡Ah, que magnífico es despertarse tan fuerte!
Tanto fue así que ni pensé siquiera en desembarazarme del cadáver. Nada de cadáveres, el nuevo hombre, el resucitado, no debía verse envuelto en turbios asuntos de asesinatos y pelanduscas facilonas. Eso quedó atrás, esas debilidades y pequeñas miserias, que todos las tenemos, debían quedar definitivamente atrás, cosas propias de empleados en fábricas de pinturas plásticas, de lobos desahuciados y hampones de barriada, fisgones de alcantarilla y barriles de cerveza amarga. El nuevo hombre se levantó enérgico del catre y sin volver la vista se humedeció y atusó las melenas, y vistiendo las mejores galas salió a la calle a celebrar y compartir con el resto de los congéneres el nacimiento de un ser social renovado y sonriente. Quería conocer a mis nuevos hermanos, comprobar cómo vivían en sus casas, como organizaban sus vidas en grupos de tres y más individuos... ¡Qué dicha ser nuevamente admitido como un miembro más de una sociedad generosa y fraternal!

Abrí las ventanas que daban al patio para recibir con ganas a un día que estaba a por llegar. Por encima de mi habitación quedaban aún cinco plantas más, se veía el ascensor, los cables, las pesas, y todo lleno de desconchones, y todo aún más lleno de cuerdas donde siempre había ropa tendida. Daba la sensación que siempre era la misma ropa, que perdía el color con el tiempo, pero siempre se movía agitada por el aire de la misma manera, eran las mismas sábanas rositas, las mismas fundas de almohadas, los mismos pantalones de pana raidos, los pantys y leotardos estirados por el peso del agua... parecía siempre la misma ropa, y cada vez que se decidía a llover, como aquella mañana en que yo me convertí en lobo, los mismos chirridos de las cuerdas y los gritos casi histéricos de las mujeres que se apresuraban a recoger la ropa tendida. Y para qué, si siempre parecía ser la misma ropa... Y las palomas, y los pichones, esos alados,
burbujeantes y con los buches llenos de hiel, que sin saber porqué me empaparon de un desasosiego y un asco insoportables. Plumas manchadas de sangre y leche, picos sucios, garras traslúcidas y mucho alboroto, como un hormiguero incendiado, como un incendio en sí mismo, como esas señoras a las que se les va la vida recogiendo la ropa antes de que alcance la lluvia... Plumas por todas partes, y sus deyecciones ácidas que todo lo vomitan, las cuerdas de tender la ropa, los alféizares, las paredes, hasta las ventanas... Todo aquello, las palomas en realidad, me parecieron intolerables, y una sensación de desasosiego y muerte me invadió, la angustia de vivir, seguramente.








Eché a correr calle arriba hasta alcanzar el cementerio. El amanecer dejó paso a una luz sepia, exactamente, como si el día se resistiera, y algo de aire se levantó, respiré y encontré descanso entre las lápidas, cada una con su cestito de flores, su garrafa llena de agua, el cepillo... Comenzó a llover, muy suave, muy pausado, y vi cómo el mármol marchito y apagado de la lápida sobre la que me apoyaba agradecía sin duda las gotas de lluvia, gotitas, finas y suaves. Lo acaricié, lo bese y pasé mi mejilla sobre la superficie, fresca y ahora húmeda. Quise a todos los muertos, tan ajenos a los estúpidos avatares del mundo y sus vaivenes, tan distantes, tan en calma. Amé su silencio.
Con la humedad, el mármol cobró un nuevo aliento y pude verme reflejado, apareció tras de mí una señora y un hidroavión nos sobrevoló muy bajo. Entraron de pronto unas cuantas ovejas y cabras en el cementerio, sin pastor ni razón, y comenzaron a olisquear entre las tumbas y a comerse las flores. Entró también un caballo y vi claramente lo que había sido la vida.
De nuevo en la calle, corrí enloquecido, sufrí una prisa enorme por ponerme a salvo, sentí esa angustia dolorosa que es capaz de empujarle a uno al abismo. Terriblemente agitado y convulso me dejé suavemente caer sobre unas lonas de colores desteñidos, me apoyé unos segundos en una gruesa estaca de madera para recuperar la razón y el pulso y comprendí entonces que en donde me encontraba era un circo. Tan sólo escuché algún bramido yermo de los leones, exigiendo seguramente el alimento, e incorporándome una vez más, metí la cabeza en la carpa. Olía fuerte, a animales, a putrefacción. Mi olfato sólo estaba acostumbrado a olores sintéticos, a pinturas plásticas, polímeros, resinas y disolventes, con lo que aquellos edores tan naturales me parecieron insufribles. Allí había un domador, borracho como un diablo, que no paraba de fustigar con su látigo a un pequeño león, un cachorro, supongo, que no se dejaba adiestrar, amaestrar o instruir dócilmente, y el domador, látigo en una mano y botella en otra, castigaba con furia al animal. El dolor de nuevo, la nausea, la necesidad de alcanzar a los muertos en su descanso.
Un elefante barritó, como si fuera el fin del mundo, como si Jesucristo en la Cruz entregara el alma y se rasgara el firmamento, pareciera que las estrellas de escarcha e insomnio se desprendieran por fin del cielo y dieran paso a la oscuridad que siempre anduve buscando...

¡Amador, Amador, que ha regresado Panchito, mira que pocos cojones ha tenido, que ya está merodeando por las basuras!

¡Ay, que estos señores me confundían de veras con un lobo, Panchito, me decían, me llamaban Panchito! Entre cuatro o cinco payasos y el domador ebrio, que resultó ser el tal Amador, me cercaron y me propinaron unos cuantos golpes en los morros y en el lomo con varas y palos, y así me fueron llevando a empellones y gritos hacia una jaula, sin advertir siquiera que Panchito, lejos de resistirse, hacía un poco de teatro, extraña cualidad en un lobo amedrentado, y agachando la cabeza y metiendo el rabo entre las piernas se dejó llevar haciéndose el remolón hacia un rincón que le pareció más confortable que la pequeña pieza de alquiler. La paja, el olor, los barrotes, todo en su sitio y en paz, tan familiar. Amador me sacudió un último porrazo en el hocico, me amenazó con no darme carne en un mes si volvía a escaparme, para luego sacarme las tripas y dárselas de desayuno a los leones, Braulio y Celia, y de una patada me metió por fin en la añorada jaula. Me revolví una vez dentro, mostré mis fauces al mundo estirando cuanto el cuello dio de sí y pude entonces aullar sabiendome un lobo más, desde el más profundo de los silencios.

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