lunes, 3 de diciembre de 2007

Athena

Qué secretos escondes disfrazada de claridad, ahora que el aire es poco para tus vuelos, para tus deseos adolescentes de luz y de perfume. Todo empezó a ser demasiado poco, a saber a nada, o peor aún, a agotarse demasiado pronto. Te lo imaginas, aún podemos desnudarnos a toda prisa y despacio al tiempo, me puedes seducir cuantas veces te lo propongas, abrazarme, besarme, decir que ya me quieres sin conocerme del todo, enseñarme tu brillo y dejarme oler tu piel, y finalmente decir "ya nos veremos" sin sentir lástima. Me miraste y en silencio apretaste mi mano. En silencio me estabas obligando a lanzar contra sus cuerpos botellas exultantes de fragancias. Esas mismas botellas que yo había ido coleccionando y que sólo pude completar hasta dar por concluido el último de mis viajes, me costó mucho rellenar cada una de esas botellas, no lo sabes. Cuando están vacías son sólo frascos de cristal, formas transparentes que aguardan encontrar quien las llene y las de vida. Si el sol pasa a través de ellas apenas proyectan una sombra frágil e inconcreta. Quieren recordar a la luz que ellas son incapaces de atrapar en su interior el secreto del que tantas veces hemos hablado y han de conformarse con desearla tenue y débil, con teñirla de fragilidad, la fragilidad que sueñan los castillos al ser alcanzados por el agua. Cuando están vacías se ignora que una vez rebosaban, quizá no hace tanto tiempo, pétalos de flores y tallos verdes. ¡Qué pronto se olvidan esas cosas! ¿Sabes? En esos frascos guardaba días enteros. Por las noches los sacaba a la calle, a que los diera el aire, y a que vieran la luna y las estrellas, luego los desnudaba en silencio, sobre la cama, los juntaba en proporciones diversas y comenzaban a hervir. Respiraba sus vapores, hasta sudar, hasta llorar, hasta empañar las ventanas y no dejarme ver la calle. Observaba cuanto ocurría en aquella habitación con la esperanza de crear algo realmente serio, o que al menos pudiera ayudarme y ofrecer alguna pista que me situara en el camino deseado, en el camino que conduce infatigable hacia la ruptura de los hilos que unen a los niños con las cometas. Déjame entonces romper los colores, mezclarlos primero y aprisionarlos en un cuadrado cada vez más diminuto, hasta verlos desaparecer delante de los ojos. La ceguera no sería una posibilidad desdeñable, creo que no sería muy difícil quedarse ciego; basta ensuciar una pared, y otra, y luego otra. Te pones en pie y yo pensaré que vuelven a ser blancas cuando pasas delante de ellas, sin saber porqué, por elegancia, compasión o simple despecho.












Hoy he vuelto a preguntar por ti, y siempre encuentro la misma razón para buscarte, aunque nadie quiera decir de una forma rotunda a dónde dijiste que marchabas. Al principio pensaba que en realidad esas personas a las que pregunto quizá con demasiada frecuencia no lo saben, que ni a ellos se lo dijiste. No tenías porque esconder nada, o es que fuiste tan precavida de no dar explicaciones y quitarte de enmedio sin dejar rastro. No soy el único que piensa así, aunque eso, desde luego, no me da la razón. ¿Vas a volver? Ni siquiera sé que voy a hacer cuando deje de pintar, aunque es posible que ya lo haya dejado. Me cuesta querer despertar por las mañanas y reconocer que los pinceles y el agua ya no forman parte de mi cuerpo. Todo empezó con los dedos, manchados de carbón van limpiando el blanco casi insultante del papel, como el cincel va desnudando la piedra y revelando lo que nadie pudo en ella haber imaginado antes, por eso confío en limpiar murallas enteras con mis brazos y con mi pecho, porque en algún lugar deben aguardar los deseos de sorprender y amar, de beber dando la seguridad de que alguien escondido espera entre los baúles y las noches; por los espejos ascienden las sombras del cansancio, la luz va quedando acorralada en la memoria, cada vez más lejana e inconcreta del recuerdo de haberla tenido al lado algún momento que dejó empapado mi cuerpo y las ropas que lo cubren. La enredadera crece silenciosa a cada pincelada que se queda flotando en el aire o adornando las paredes desnudas. Quisiera no decir esto, pero albergo la estúpida esperanza de que jamás llegues a leer estas líneas y así no puedas reprochármelo. Así, todo está seco. Te preguntaría qué tal tiempo hace por allí, aún sin saber dónde es allí, te preguntaría qué haces a lo largo del día, qué estás leyendo ahora o si retomaste por fin tus lecciones de francés. ¿Quieres que te pregunte todo eso? Seguro que no. Da igual, no lo sé. Te dije poco antes de tu huida que debías comprender lo complicado de mi papel. Es lo de todas las veces; alguien ha de venir sin decir yo nada para preguntarme mi nombre, me pide que la acompañe a casa, que le enseñe los atardeceres y los colores que adornan los pensamientos ondulados de la incertidumbre, y al final, como tu, que le lleve a la estación, bueno, tu no me lo pediste, quizá te llevó tu casero. Alguna vez he debido observarte antes, o he debido poseerte aún sin saber si las gentes pueden unirse para escribir en la tierra que los tiempos están cambiando, porque te recuerdo tal como imaginaba que debía ser una mujer mientras echaba un ojo a través del calidoscopio y daba vuelta tras vuelta sobre la alfombra, recogiendo polvo y pudriéndome toda vez que el sol seguía sin encontrarse lo suficientemente cerca del horizonte. Es sencillo no mirar más el reloj ni preocuparse con las hojas del calendario si es que puedes pensar en ella y tener su voz dentro de la soledad que significa ser un incomprendido, un loco, un pobre desdichado o simplemente ser una sorda víctima más del infortunio, tan insistente a veces. Hasta para ellos todo acaba; que nadie pierda la esperanza de sacudirse de encima esa melancolía que ha ido creciendo recia y firme alrededor del torso durante años, incluso aquella que ha echado raíces por dentro abriéndose paso a través de la boca primero y del alma después, también puede destruirse o fácilmente ser convertida en piedra, en miradas de piedra. Abrid el costurero de vuestras madres, sacad la tijera grande, recientemente afilada en la mejor y más temprana de la músicas de siempre, la más clara y temprana de las mañanas, cuando podían oírse las doce en el campanario. Apuntad bien hacia adentro y cortad, cortad, cortad, hasta que no quede ni uno sólo de las hebras que se empeñan en enredarse cerca de los ojos y en formar extrañas figuras únicamente pensadas para entorpecer los sueños y despertar los anhelos de traición. Cortad, cortad; hasta esos hilos que unen los fragmentos del tiempo dándoles una estúpida consistencia deben ser cortados y las noches salpicadas de neón y humos impregnados de carmín deben ser dejadas al aire y al vuelo. Me conformaré en ese instante con cerrar los ojos y no esperar nada a lo que no crea tener derecho, pero no antes. Y seguid cortando, porque es lo único que nos puede hacer mirar al frente y no empezar a echar de menos a tanta gente, de pronto, como si nada, te das la vuelta y ya estás otra vez dentro, tumbado, recordando que rara vez las cosas son como nosotros las habíamos construido al sacar del cajón un montón de llaveros y de piedras planas. ¿Me quieres alcanzar las tijeras, por favor? ¿Y el champú, me puedes acercar el champú? Pero que nadie rompa las puertas, que nadie haga astillas de la única ilusión que queda, despertar con el dibujo de una niña metido en la cabeza, grabado en toda la piel, sin que los años puedan decir nada, aunque a veces, para despedirse me diga "que folles mucho".
Comencé a sentir cosas extrañas, cosas que nunca antes me habían pasado. Tener miedo a cualquier cosa es horrible, tener miedo a pedir un café en el bar y que el camarero no pueda entenderte, se lo repites dos, tres veces, ¿Me pone un café con leche, por favor? ¿Cómo dice, cómo dice usted? Por favor, quiero tomar un café con leche. ¿Qué dice que quiere? ¿Puede decirlo más alto y más claro? ¡Por fa-vor, yo, yo só-lo quieero tommar un café con leeche! ¡Pedro, Pedro ven tu a ver si entiendes a este hombre! ¡Dígalo, dígalo ahora otra vez, creo que yo puedo entenderle! Es simple pánico a todo, a ir en el autobús y sentir otra vez ese maldito hormigueo en la cabeza, un suave zumbido que se va haciendo cada vez más y más agudo y cuando parece que sólo puedes empezar a gritar y a arañarte, el zumbido cesa, unos segundos de calma absoluta, algo muy parecido a la felicidad silenciosa que por fin se adueña de las camisas, de los trozos calientes de plástico, y surgen voces que parten de dentro y rebotan incansables en el interior hasta que encuentran una salida medianamente razonable. ¿Quién alimenta esas voces? No las conozco al principio, son demasiado suaves, estás muy lejos, apenas se oyen, unos pasos, un murmullo, como el sonido de fondo en una cena de Navidad o una boda, el murmullo crece, te acercas al río, debe haber un torrente cerca, debe haber muchas rocas y grandes cascadas, árboles enormes que aguantan cualquier viento, ahora es un ruido enorme y las voces sin sentido crecen hasta ocultar al viento y al agua, debe ser una fiesta; se entremezclan las conversaciones y todo el mundo dice algo pero nadie se escucha, suenan cubiertos, copas, platos, y las voces crecen dentro, dicen todo el rato las mismas palabras, cada vez más fuerte, todas quieren que las escuchemos, todas alzan sus gargantas, se suben en sillas y mesas. ¡No puede haber tantas voces aquí! Te debilitan, sólo quieres refugiarte en el sitio que sabes nadie va a ir detrás tuyo. Primero buscas el sofá en el que te echabas a la siesta las primeras veces, buscas algún rincón que te haya resultado placentero en otra ocasión, lo habitas hasta dejarlo muerto. ¡Contra las luces, contra las luces!
Tocarías el papel y las yemas de tus dedos jugarían a ser ellas también colores, pinceles que llevan escondidos para siempre en sus recuerdos las tierras que una vez sentimos como propias cerca del puerto. Imagínate ser amiga de los colores y que te escuchen, y que a su manera te hablen, prescindir de paisajes y de momentos esquivos para tenerlo a tu alrededor en el instante que tu dispongas. ¿Quién podría prometerte eso? Unas líneas escritas con las plumillas que tu misma me regalaste por el Día de la Libertad y que acompañan a mis fragancias favoritas, la flor del Nepal y la Magnolia.
Es verdad, la melancolía y la tristeza se abren paso, arraigan en la piel y buscan con sus raíces el alma, lo pudren todo a su paso, devastan tu cuerpo...










Es ridículo escribirte, es aún más ridículo haberte puesto un nombre, estar aquí, estar en una cafetería, en un parque, en cualquier sitio resulta ridículo estar. ¿Cómo puede traicionarme un sueño? Tanto tiempo en el mar para encontrar la mano de un niño. Sí, pero no la había lanzado un naufrago de verdad. Entonces nadie la habría encontrado. Y ahora discúlpame, tengo sueño, mucho sueño. Han pasado tantos años que apenas me queda memoria, ha sido demasiado tiempo esperando, demasiado tiempo para que al final no quede nada cierto. ¡Prométeme que mañana será distinto! ¡Rápido, hazlo ahora, prométemelo!

Que miedo da despertar, entregarse a la vida, ser, pensar, oirse a uno mismo y ver que la piel es de verdad, y el resto imaginado, temido, sufrido, dormir es descansar, cerrar los ojos y los oídos, no esperar nada, descansar... Quiero verte, de verdad, ser tuyo, enséñame todas las cosas del mundo, todas a la vez, juntas, quiero conocerte y estar contigo, sin que ello me lleve toda la vida, mirar a un espejo y encontrarte de pronto, detrás, cogiéndome de un hombro.
Y aún así me recuerdan constantemente las estrellas del fondo que estoy sólo, que no hay nada aparte del frío, que las hogueras resultan ya muy lejanas, que el mar se va retirando, y, definitivamente, se hace tarde.

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