lunes, 3 de diciembre de 2007

Amaltea

Se puede decir que nada importante había ocurrido en los últimos años en la vida de Amaltea, todo es fácil, todo resulta agradable, había conseguido uno de sus sueños, el más grande, seguramente; vivir siempre en la playa. Muchas veces lo habíamos hablado, lo hermoso que sería alcanzar alguno de los sueños de juventud, si es que así se los puede llamar, alguno, pero no todos. Yo quería un piso en Madrid, un chalecito en la sierra y, porque no, un también modestito bungaló el la costa, precisamente en la playa en que conocí a Amaltea. Era un pueblo bien feo, gracias a lo cual todavía no se había acercado ninguna urbanización y ningún gamba había venido a preguntar dónde estaba la plaza de toros que, por otra parte, era portátil y sólo se montaba en fiestas, allá por Marzo. Pero la playa es maravillosa, larga, muy larga, y en noches de marea baja hay un buen camino entre la carretera y la orilla. La arena es limpia y blanca, sólo después de las pocas tormentas que por aquí vienen se pueden encontrar maderos, algas arrancadas al fondo del mar y restos de agua mala, puta. Para Amaltea lo normal era precisamente lo normal, la tranquilidad, el nunca pasa nada, lo cual es, muchas veces, de agradecer. No se había planteado la posibilidad de cambiar e imprimir algo de dinamismo en sus días; vivía confortablemente instalada en una playa del Mediterráneo y, como digo, buena gana de cambiar. El destino fue generoso con Amaltea y disfrutaba de todo lo que alguien como ella puede necesitar, todo lo que le ofrecía el día y también la noche lo aceptaba sin remilgos, había crecido escuchando en su interior el rumor cadencioso y melancólico del mar, suave, eterno. Sin conocer las guerras, la amenaza conservadora, el temido efecto invernadero o las declaraciones de tal o cual político. ¡Qué poco importa todo eso a la orilla del mar! ¡Y ella, qué bien sabía de su suerte!
Se despertaba cada mañana como todos hemos alguna vez deseado, con la cercana conversación de las olas y las primeras notas del sol, y así Amaltea abría los ojos y comprobaba con una sonrisa incuestionable como, un amanecer y otro, crecía tras de sí una amiga a la que empezó a considerar amable y necesaria.
Que nadie piense que Amaltea sentía soledad por las noches, al menos no esa soledad de la que la gente parece querer desprenderse haciendo a cada instante extraños ritos, repetitivos, y hasta inverosímiles y peligrosos, ella no necesitaba más que de la compañía de las nubes, la luna, las estrellas y, durante el día, su compañera inseparable a la que poco a poco, como se hacen las buenas cosas, había ido queriendo.
¡Qué fácil hubiera sido enamorarme de ella!
Pero Amaltea no hubiera podido nunca abrazarme o contarme cuentos antes de dormir, porque Amaltea era una caracola de la playa. Una caracola más.

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